En la política
venezolana es difícil encontrar un término que concite tanto rechazo como el de
polarización. El término se ha satanizado a tal punto que tirios y troyanos han
consensuado lo negativo del concepto. ¿Cuál polarización? La que insurgió a la
sombra del maridaje de laboristas y conservadores en el Reino Unido; Republicanos
y Demócratas en los Estados Unidos; la que campeaba en Venezuela (Acción
Democrática y Copey) durante la Cuarta República; o la que llegaron a disfrutar los partidos españoles (PP y
Psoe) durante la era “posfranquista”, entre otras. Esta polarización descarta los terceros que en
los últimos tiempos presentan una no desdeñable fuerza electoral.
El principal
efecto negativo de esta polarización es
que te obliga, “sin obligarte”, a jugar al monopolio de la política. Ese
espacio sustantivo en donde los contendores supuestamente deben oponerse sin
que nadie pierda aunque haya derrotas; correspondiendo
a los sectores progresistas y “revolucionarios” el papel del polo “bueno”; cuyo
principal antecedente fueron las barras “jacobinas” que durante la Revolución
Francesa expropiaron, se adjudicaron y monopolizaron las consignas
supuestamente progresistas. Por eso son pocos los que pregonan su filiación
conservadora, todos se proclaman progresistas,
aunque en los últimos tiempos están apareciendo los conservadores
genuinos, sin caretas y sin pudor, a lo Donald Trump, pero sin cambiar las
reglas del juego.
Para los países
latinoamericanos esas reglas de juego están contenidas en la Carta
Interamericana de Derechos Humanos que caracterizan la Democracia
Representativa. En el artículo 3 se esbozan y sintetizan los principios y
compromisos que deben acatar los Estados miembros: Respeto a los derechos humanos y libertades fundamentales; sujeción
al estado de derecho; celebración de elecciones periódicas, libres, justas y
basadas en el sufragio universal; régimen plural de partidos y; separación e
independencia de los poderes públicos. Se puede apreciar, sin mayor
esfuerzo, que la polarización política partidista es contraria al juego
democrático, por eso debe decírsele NO a esta polarización.
Cuando los países
insurgen contra estos principios y
compromisos se colocan al margen del sistema democrático; primero en un tímido
desacato de las leyes y, especialmente,
de su respectiva Constitución mediante
un despotismo que al agudizarse se puede convertir en un ejercicio autoritario hasta
alcanzar la práctica y estatus de pleno desacato de principios y leyes, es
decir, de Dictadura. Dos ejemplos bastarán para corroborar lo expresado en dos
de esos países. Uno es Nicaragua que ante la proximidad (noviembre de 2016) de
unas elecciones presidenciales ha decidido eliminar de la contienda al único
partido de oposición que participaría. ¿Qué nos importa? Nada, pero por si
acaso la MUD debería “poner sus barbas en remojo”. El otro ejemplo nos lo
proporciona el señor Maduro (Presidente de Venezuela) quien exclamó (el 1-7-2016)
lo siguiente: ¡Asamblea Nacional prepárate para despedirte de la historia que
tu hora va a llegar! Que casualidad, la
misma AN que derrotó ampliamente a Maduro el 7-12-2015.
Para combatir esta plaga populista en América Latina
es menester una unidad intransigente, aunque no tozuda, que trascienda la individualidad partidista. En
otras palabras, una unidad que polarice la lucha contra la dictadura. Con la
democracia todo; con la dictadura nada; de ahí el título de este artículo
aparentemente contradictorio: NO a la polarización; SI a la polarización. Por
ahora, frente a la dictadura que nos agobia, es necesario que táctica y
estratégicamente activemos la polarización “buena” porque es la única que en un
plazo más inmediato nos pueda devolver la libertad.